martes, 1 de enero de 2002

Caracol, col, ¡cacol!...

Recuerdo que...

En aquella lejana época de colegio, una de las que hoy más añoro con diferencia, repetía una y otra vez la única rutina que me gustaba llevar a cabo en aquellas interminables horas de clase. Tendría aproximadamente unos 9 o 10 años, y siempre deseé tener una mascota como tantos de mi clase. Unos tenían perros, otros gatos, vamos, lo normal. Yo nunca tuve una mascota en aquel entonces, pero eso no me impidió que tuviera animales a mi cargo. Desde que tengo uso de razón, me ha encantado el mundo animal, y los días de colegio en los que llovía, siempre encontraba una nueva mascota que, con el tiempo, se convirtió en una de mis especies favoritas.

Los caracoles.

Sí, tan sencillo como eso. Eran pequeños, tímidos, y personalmente, me hacían mucha gracia. ¿Cuántas horas pude pasar por las tardes, después de clase en casa de mi abuela, jugando a tocar sus cuernos para que escondiera los ojos mientras le ponía una enorme pila de lechugas para que no pasase hambre durante la noche?.Ya a esa edad, me hacía preguntas tales como cuál era el secreto para que estos animales tan inofensivos y sin más forma de defenderse que esconderse en una simple concha, pudiera haber sobrevivido tantos millones de años. De hecho, me acuerdo que alguna vez lo comenté a algunos compañeros, y las respuestas más comunes eran; ``qué cosas más raras dices´´ u otras veces ``no lo sé, pero son bichos asquerosos´´.
Yo no los veía así, los veía preciosos, y lo sigo haciendo. Viéndoles comer, me sentía satisfecho al saber que conmigo estaban a salvo, pues me parecían tan frágiles, tan indefensos, que me daban un inmenso coraje y sentía la necesidad de cuidarlos para que pudieran vivir. Hasta no hace mucho seguía cuidando de aquellos pequeños caracoles que encontraba, los alimentaba en el patio, y cuando ellos querían, se marchaban para siempre a ver mundo, pero 10 veces más grandes que cuando los encontré.

Recuerdo que, al salir al patio del colegio, y comprobar que había llovido, automáticamente sabía lo que debía hacer. Me iba junto a las plantas, y como siempre, muchos de estos pequeños animales habían salido. Siempre me llevaba alguno a casa, pero antes de que el día acabase, faltaban dos horas más de clase. ¿Que qué hacía para que los profesores no lo descubrieran en ese tiempo?, lo metía bajo la mesa, en la cajonera donde guardábamos los libros de primaria. Aún hoy sonrío al recordar que, cada 5 minutos, metía la mano bajo la mesa para comprobar que seguía ahí, que no se había movido. Así durante 2 horas, y creedme cuando os digo que muchos son más rápidos de lo que parecen, ¡pues una vez lo encontré en mitad del pasillo y tuve que recogerlo sin que nadie se diese cuenta!.

Sé que no es común ver a un caracol bonito, al menos, no es algo que la mayoría comparta, pero siempre me han parecido uno de los animales más hermosos de la Tierra, pues creo que en el fondo, simbolizarán para siempre mi niñez, y lo débil que me sentía como niño ante un patio de recreo frenético y cruel en el que yo nunca llegué a encajar del todo.

 Y es que creo que esa es la clave de la naturaleza; hallar la belleza en su increíble fragilidad.

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